Procedimientos administrativos

De pícaros administrativos

Piezas del ajedrez.
Sostiene Sevach que las leyes administrativas, por su dinamismo y contundencia han generado una especie de «lotería público-administrativa»: poquísimos reciben el «gordo», algunos la «pedrea», otros tantos se «arruinan» y la inmensa mayoría se queda como estaba.En ocasiones, las medidas públicas son de efecto impronosticable y se compensan las ventajas e inconvenientes para la ciudadanía. Es el caso de la entrada de España en la Comunidad Europea, allá por 1985, y la urgente adaptación normativa del acervo comunitario a golpe de Decretos legislativos y reglamentos internos, que supuso la mayor reconversión del siglo de los mercados españoles, en unos casos beneficiando a empresarios emprendedores y en otros hundiendo a industrias que no supieron adaptarse a las nuevas exigencias derivadas de la uniformidad en el ámbito de la Unión Europea.

Dando un salto temporal está el caso mas reciente, y de menor relevancia, consistente en la regularización masiva de extranjeros que ha producido otra reconversión de los mercados cuyos efectos se notarán a medio y largo plazo (concretamente el mercado inmobiliario de segunda mano se ha activado, el sector hostelería y limpieza ha subsanado el déficit de mano de obra, los servicios asistenciales y sociales han experimentado una redefinición cualitativa y cuantitativa, etc).

Pues bien, descendiendo a las medidas administrativas concretas o sectoriales, Sevach observa que en ocasiones el legislador administrativo abre nuevos filones de negocio. Así por ejemplo, con carácter general el planeamiento urbanístico ha convertido eriales en prósperos solares urbanizables, las subvenciones potencian determinados sectores (Ej. Plan Renove,etc), y en general, la legislación intervencionista produce efectos mercantiles reflejos como los siguientes: la prohibición de fumar en bares dio lugar al incremento del negocio de obras de tabicado de dependencias para salvar la frontera de los 100 m2; la exigencia de triángulos o chalecos reflectantes en materia de tráfico originó ofertas empresariales rápidas; la prohibición de hablar por el móvil en automóvil dio lugar al crecimiento de las ventas de manos libres; la exigencia del arraigo del extranjero como puerta a la regularización propició masivas ofertas de empleo por parte de asociaciones y empresas; la Ley del Ruido favoreció las industrias de aislamientos acústicos; la Ley de Dependencia potenció la empleabilidad de trabajadores sociales y asistenciales, etcétera. Y quienes se benefician de estos «regalos» normativos se aprovechan en uso de cierta «picardía sana».

Sin embargo, no falta la «picardía insana». Sevach no se refiere a la «corrupción», sino a algo mucho mas sutil y generalizado, como se contempla en los siguientes ejemplos del panorama administrativo:

    A) En las notificaciones administrativas, donde quien puede intenta eludirla o rehusarla para luego impugnar el acto sancionador y aducir indefensión por defectuosa notificación.B) En las denuncias de tráfico por exceso de velocidad o por exceso de alcohol en sangre, en que la defensa habitual del sancionado suele ser imputar sistemáticamente el defectuoso funcionamiento y homologación del cinemómetro o etilómetro, cuando no tildar de prevaricador al agente denunciante.

    C) En la contratación administrativa, donde no pocos contratistas de obras públicas son adjudicatarios por su bajo coste, y posteriormente introducen modificados al alza con la complacencia de la Administración.

    D) En la gestión tributaria, donde frecuentemente de la Administración tropieza con férreos entramados de sociedades interpuestas que burlan el principio de capacidad económica (cambiando la regla de «que tribute más quien más riqueza tiene» por la de «qué tribute más quien menos pueda pagar un entramado que la oculte»).

    E) En los embargos acordados por la Administración, que no pocas veces dejan con un palmo de narices a los recaudadores ante hábiles alzamientos de bienes.

    F) En las demandas de responsabilidad administrativa frente a la Administración (caídas en la vía pública, errores hospitalarios médicos, etc) donde los posibles daños y perjuicios padecen inflación galopante, bajo la castiza regla de que «hay que pedir demasiado para que nos den por encima de lo justo».

Especial interés tiene la astuta reacción ciudadana cuando ve peligrar el valor de sus inmuebles. Es el caso del inmueble que se declara en ruina, momento en que el afectado intenta liberarse del «burro muerto», y venderlo con celeridad antes de la piqueta municipal. O el caso mas frecuente, cuando una vivienda está sujeta a demolición por sentencia firme que declara su ilegalidad, el avispado propietario intenta venderla sin poner en conocimiento del comprador tal circunstancia; en este sentido, la justicia penal comienza a reaccionar enérgicamente, caso de la Sentencia de la Audiencia Provincial de Cantabria de 24 de Abril de 2007 que condena por delito de estafa a un año de prisión por la venta de un chalet ilegal, y la reciente Sentencia de la Audiencia Provincial de Cádiz de 22 de Marzo de 2007 condena a dos años de prisión por la venta de tres viviendas unifamiliares pese a las sentencia firme de demolición; en ambos casos se considera que existe un delito de estafa por omisión al existir un engaño precedente y bastante para producir el error del comprador.

En materia urbanística, el art.307 del Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de Junio de Urbanismo (vigente en este punto tras el tsunami de la Sentencia del Tribunal Constitucional 61/97) contempla la posibilidad de inscribir en el Registro de la Propiedad la incoación de expedientes de disciplina urbanística, las impugnaciones de licencias y las sentencias firmes. Sin embargo, la Administración no muestra especial diligencia o interés en promover tales inscripciones, y evidente el perjudicado adoptará la actitud del gato que se tragó el canario (callado y sin moverse).

Sin embargo nuevas operaciones estratégicas llevará a cabo el pícaro Juan Español ante la nueva Ley 8/2007, de 28 de Mayo(BOE del 29), que entra en vigor el próximo 1 de julio, y que provocará un desplome de las valoraciones de las expropiaciones de suelo rústico, ya que hasta ahora se valoraban en función del valor de las operaciones de compraventa de fincas colindantes y se fijaba un promedio del sector (que se aproximaba al valor de mercado). Con la nueva ley, el baremo de las valoraciones de las expropiaciones de suelo rústico estará determinado por el rendimiento agrícola, pues se supone que ése es el único uso posible para este tipo de suelo.

En esas condiciones, es fácil pronosticar que cuando la vox populi (leáse «rumor») o la información oficial (leáse «tráfico de influencias») alerte de la posible implantación de una carretera, un centro sanitario o un colector público en la finca rústica, el pequeño «terrateniente», tras rasgarse las vestiduras por el infortunio, procederá posiblemente a intentar anunciar la venta urgente pero callándose la inminencia de la expropiación (y es que en el mercado inmobiliario operará el precio de mercado, pero si quien lo adquiere es la Administración el valor de la finca rústica será el del puro «patatal»).

En definitiva, considera Sevach que cuando se aproxime la maza expropiatoria al terreno rústico, alguien deberá alertar a los «primos» circundantes de que el timo de la estampita tiene su versión administrativa, y es que el pícaro de la sociedad española del Siglo XVI se valía de su ingenio porque tenía que comer todos los días, pero el pícaro del Siglo XXI se vale de la proliferación normativa para seguir viviendo muy por encima de sus posibilidades a costa de los agujeros legales.

0 comments on “De pícaros administrativos

  1. Paul Lafargue

    Apreciado Sevach: apenas unos días sin visitar tu blog y quedo sorprendido por tu numen prolífico, que te envidio, y por tu curiosidad sin límites, que comparto.

    Obvio es que las leyes, administrativas o no, producen efectos económicos. Estos efectos, en realidad, son mucho menores de lo que cabría esperar, y la causa se encuentra en una sana tradición que compartimos con el pueblecito inglés en el que se desarrolla la modesta y divertida película «El jardín de la alegría»: incumplir la ley. La adjetivo de «sana» porque la aplicación rigurosa y simultánea del ordenamiento jurídico vigente conduciría al desastre y, casi, casi, al fin de la civilización tal como la conocemos. Ya ocurría así durante el franquismo, del cual se dijo, en sus postrimerías, que era una dictadura «moderada por la corrupción». Una espléndida escena de «La escopeta nacional» ilustra en pocos segundos la forma en la que se juega esa lotería a la que te refieres: un prohombre del régimen promete al «honrado» industrial catalán –interpretado por Saza- convertir en obligatoria por Decreto la instalación de los porteros automáticos que aquel fabrica: negocio seguro, todos contentos.

    Lo del urbanismo es otro cantar, y llamarlo «picardía insana» me parece harto benévolo, incluso para un checo de tan buen carácter como tú. Aquí ya no rige la regla de la lotería (aunque la expresión «lotería urbanística» esté tan extendida) sino otras reglas, más sencillas de entender y que no se estudian en las Facultades de Derecho, pero que se cumplen de forma inexorable. Se acuñaron, hace muchos años, en algunas zonas de Sicilia, pero han tenido gran éxito y su vigencia es hoy universal. Se resumen en tres preceptos: 1) el que habla, muere; 2) el que dice la verdad, muere; 3) el que quiere ser luz, no será más que mecha apagada.

    Todos sabemos que no hacía ninguna falta una nueva ley del suelo. Si algo abunda en España son leyes del suelo, plagadas de artículos, apartados y disposiciones transitorias (estas son las mejores). Lo que brilla por su ausencia es la voluntad de aplicarlas, pues el problema de la corrupción urbanística no es –en absoluto-de orden jurídico, sino de moral pública y de degradación de la clase política y empresarial.

    No me parece que el ratón legislativo parido por los montes parlamentarios, intitulado Ley 8/2007, de 28 de mayo, del suelo, sea nada más que un flatus vocis: vid., v. gr., el inefable art. 5 a), que impone a todos los ciudadanos el deber de abstenerse de «realizar cualquier acto o desarrollar cualquier actividad no permitidos por la legislación» (entonces, antes de esta ley, ¿estaba permitido realizar actos ilegales?.

    Este engendro normativo, además de entrometerse en materias de inequívoca competencia autonómica (he contado doce intromisiones, pero seguro que se me ha pasado alguna) nada esencial va a cambiar: el método de comparación, recogido en la Ley de 1998 que se deroga, no se aplicaba casi nunca, ante los exigentes requisitos que la jurisprudencia le había impuesto. La capitalización de rentas ofrece resultados ínfimos, pero la nueva ley permite –tal como se venía haciendo- que se pondere la situación, corrigiendo al alza su valor (art. 21.1 a), y que se indemnice un eventual derecho a participar en el proceso urbanizador (art. 24).

    Alegres deben estar, en todo caso, los grandes urbanizadores públicos y privados, que van a ahorrar un poquito más en justiprecios, para engrosar así la cuenta de resultados, no para abaratar los pisos, cuyo precio no se forma por agregación de costes sino por el archiconocido (salvo por el legislador) juego de la oferta y la demanda. De todas formas, la información privilegiada sobre recalificaciones futuras –que es donde se amaña la «lotería»- seguirá circulando por las mismas alcantarillas y la normativa urbanística será lo que ha sido siempre y que un ilustre administrativista describía como la fachada que cubre las actuaciones más despóticas del Poder público. Así sea.

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