Me quedé sorprendido de la reciente noticia de la caída en desgracia del director ejecutivo de British Petroleum, Lord John Browne, tras revelarse que mintió bajo juramento a un Tribunal británico sobre su relación homosexual con un joven canadiense, lo que pone fin a una de las carreras brillantes del mundo empresarial británico.
Ello me recuerda el caso del prestigioso escritor Lord Jeffrey Archer, que en el año 2001, fue condenado a prisión durante cuatro años por dos delitos de perjurio y otros dos de obstrucción a la justicia, por mentir bajo juramento, ya que utilizó como coartada el testimonio de un amigo para encubrir su relación con una prostituta o una amante.
Pero no sólo la mentira de la aristocracia británica desata hecatombres públicas, sino que (sin necesidad de remontarnos al Watergate) podemos recordar casos acaecidos en los últimos años como el del primer ministro socialdemócrata de Hungría, Ferenc Gyurcsány, que mintió sobre la situación económica del país, utilizándolo para ganar las elecciones.
O el del obispo Stanislaw Wielgus, que ante el descubrimiento de su colaboración en el pasado con el régimen comunista en el pasado, se vio obligado a renunciar como arzobispo de Varsovia.
O la agitación del mundo científico cuando el entonces prestigioso científico coreano Woo Suk Hwang, falsificó sus experimentos sobre células madre.
O la mentira del escritor Gunter Grass sobre su colaboración con el nazismo, que a pesar de ser confesada no le ha librado del estigma consiguiente. Son muchas las mentiras que presentan una vertiente ética y otra de proyección política y social (cuya inmensa mayoría nunca se descubren y quedan impunes), pero lo que más me llama la atención es la mentira jurídica, y concretamente la que se constata en el proceso contencioso-administrativo.
No se trata de la «mentira piadosa» relativamente benigna, ni de la «mentira lúdica» que encierra una broma, ni de la «mentira política» que constituye un lenguaje socialmente tolerado, sino de la «mentira forense», esto es, la falsedad vertida a sabiendas cuando está en juego la Justicia, y cuando tal mentira puede ocasionar perjuicio real y tangible a un tercero, además de menoscabar la credibilidad del poder judicial.
Así, me gusta insistir en la diferencia entre la «verdad real» (lo sucedido efectivamente), y la «verdad probada» (lo declarado cierto por el juez), ya que la única relevante jurídicamente es esta última.
Puede ser entendible la falta de pudor de los abogados que lanzan indiscriminadamente hechos al proceso o afirmaciones a sabiendas de su falsedad o falta de verosimilitud. Al fin y al cabo, la deontología del abogado alcanza a ejercer su profesión y velar por el bien de su cliente, pero no padece por las arriesgadas estrategias de defensa, ya que quien está llamado a discernir «la paja del grano» o «lo posible de lo verosímil» es el juez.
También puede entenderse la «mentira profesional» que en ocasiones se desliza en los informes de peritos aportados al proceso por la parte favorecida por sus conclusiones (quien paga, manda, y poco avispado sería quien aportase al proceso un informe contrario a sus tesis). Curiosamente, en numerosas ocasiones, tales informes llegan a conclusiones diametralmente contradictorias con las que resultan de los informes de los peritos designados al azar, procedentes de la lista facilitada por el Colegio correspondiente.
Sin embargo, lo que no considero justificable, ni desde el punto de vista ético ni social, es la mentira forense que se manifiesta en buena parte de los testimonios vertidos por los testigos traídos al proceso por la parte interesada, y que, pese a jurar o prometer decir la verdad bajo apercibimiento del delito de falso testimonio ( como mandata la Ley de Enjuiciamiento Civil y desarrolla el Código Penal), lo cierto es que sin sonrojo alguno afirman hechos que son posteriormente desmentidos por pruebas contundentes y fehacientes de signo contrario.
Pues bien, tales falsedades abundan en el ámbito procesal contencioso-administrativo, por la errada creencia popular es que «si se miente para perjudicar a la voracidad recaudatoria o sancionadora de la Administración, no es pecado capital, sino incluso meritorio«. La reacción frente a la mentira forense no suele ser la inmediata puesta en conocimiento de la Fiscalía ( basta comprobar los escasísimos casos de condena penal por falso testimonio, reservada en la práctica para supuestos excepcionales y gravísimos de contumaces, profesionales y confesos de la mentira).
En cambio, el juzgador suele optar (cuando la sospecha de mendacidad se revela a los ojos imparciales del juez) mas bien por tener «en cuarentena» el testimonio oral del testigo y valorarlo en relación con los restantes medios de prueba, prescindiendo frecuentemente de su fiabilidad, o lo que es lo mismo, que a la postre, el «testigo se va de rositas».
Al menos, el testigo falso jugó a burlar a la justicia, lo intentó, y al menos cuenta con el agradecimiento del beneficiado por su falso testimonio; y si el testimonio falso fue dado por cierto, no solo la justicia ha padecido en el caso concreto, sino que en el futuro, para el engañador todos los pleitos pueden estar aquejados de vicios como el que el mismo acometió, y para la víctima del engaño, todos los pleitos son pasto de trileros.
O sea, la cosecha de la mentira mentira forense provoca un amplio barbecho en la credibilidad de la Justicia. Cuestión de ética, siempre la ética.
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