La reciente escaramuza de los piratas en Somalia que apresaron el barco español Playa de Bakío en el Océano Indico tiene ingredientes de novela barata, cruce de Emilio Salgari y Ken Follet.
Recordemos que un puñado de piratas interceptaron en alta mar en el Océano Indico un barco pesquero español y retuvieron a su tripulación. Tras un gran despliegue mediático y diplomático se paga un millonario rescate a través de un bufete de abogados británico y a cargo del armador, y la tripulación es finalmente liberada. Todo un ejemplo que evidencia que el Derecho Internacional hace agua por los cuatro costados.
1. Así, Sevach constata varios extremos con perplejidad:
a) La Comunidad internacional ha abandonado a su suerte en repetidas ocasiones al precario Estado de Somalia, con lo que éste carece de capacidad económica, técnica ni militar para atajar la piratería que tiene sus costas como base de operaciones. En otras palabras, no puede garantizar su propia soberanía sobre sus costas ni sufragar patrullas costeras eficaces. Resulta estremecedor que en el año 2007 se hayan registrado en sus aguas 31 abordajes de piratas, y la toma de 154 marineros como rehenes. Así pues, pese a la grandilocuencia de Naciones Unidas y el triunfalista sonsonete de la solidaridad (preámbulo de estilo de todo Convenio Internacional), resulta patente la debilidad de las instituciones supranacionales para garantizar el orden público internacional frente a los intereses geoestratégicos de cada Estado.
b) La piratería no sólo ha modernizado la tecnología (lanchas rápidas, armas de precisión, telefonía, etc) sino que utiliza como mediador a un bufete británico para efectuar las transacciones de los pagos del rescate hacia cuentas bancarias seguras en Africa. En definitiva, que Sevach se sorprende de que el secreto profesional del abogado haya pasado de ser garantía del ciudadano a ser herramienta para la consecución del delito.
c) En el Convenio de Derecho del Mar de 1982 se plasma la conciencia universal de la prohibición de la piratería como crimen contra la humanidad y, al regular el espacio de alta mar, expresamente permite que los buques militares puedan interceptar, retener y atajar cualquier buque pirata, al igual que si se tratase de un buque negrero o dedicado a la trata de blancas. O sea, nuevamente parece que la norma va por un sitio y la realidad por otra.
d) Así y todo, medidas caben, pero parece que Somalia no es prioritario. En el caso del Estrecho de Malacca, en Indonesia, auténtico nido de piratas, se han aprobado Convenios de Cooperación de información y protección para propiciar una «Carretera Electrónica Marina«, y es que parece que no ha sido ajeno el dato de que por tan estratégico estrecho transitan anualmente mas de 50.000 embarcaciones que transportan mas de un 25% del comercio mundial (el estrecho pone en conexión India, Indochina y China, nada menos).
e) En definitiva, que la todopoderosa comunidad internacional no puede atajar un problema de canallas sin Estado, que por no tener principios, ni siquiera actúan bajo el pabellón de la calavera. Alguien debería recordar que podría defenderse que en el siglo XVI la Isla caribeña de la Tortuga (donde los piratas descansaban de sus fechorías) constituía un microestado y como tal, contando con soberanía que garantizase la inmunidad frente a los actos de potencias extranjeras. Pero hoy día los piratas son «terroristas del mar», pues ni cuentan con «patente de corso» de Estado alguno, ni luchan por ningún ideal que no sea la pura avaricia. Así y todo, lo sorprendente es que el Derecho Internacional Público haya sido capaz de crear Tribunales Internacionales, Consejos de Seguridad, Organizaciones arbitrales e incluso mecanismos sancionadores, y muestre sus pies de barro, ya que lo cierto es que la comunidad internacional no ha sido capaz de atajar este penoso fenómeno. No deja de ser chocante que, con la tecnología y material bélico de hoy día, y contando con el respaldo de la comunidad internacional, se contemplen impasibles estos «mordiscos» de estas «hienas del mar».
2. Por otra parte, desde el punto de vista del Derecho Público interno algo chirría en la situación planteada. En efecto, es notorio que las costas de Somalia, donde tuvo lugar el acto de piratería es un «agujero negro» en cuanto a seguridad. Días antes se hizo eco la noticia de la piratería respecto de un buque francés, solventada expeditivamente por el Gobierno galo (primero pagó el rescate y luego apresó a los secuestradores, al mejor estilo de Julio César, quien fue rehén de piratas y luego los hizo crucificar).
La propia Organización Marítima Internacional (OMI) recomienda que no se envíen pesqueros a la zona. Por tanto, el Estado puede y debe informar a los buques de su pabellón de que no son rutas seguras. Y en tal situación, el Estado debiera ser consecuente, y contemplar restricciones de acceso al mercado de las capturas en tales aguas peligrosas, o sanciones para los armadores que utilicen tales rutas y pongan en peligro su vida y generen tales situaciones de riesgo. En el siglo XVI cuando las rutas de los galeones españoles que procedían de las Indias se veían abordadas por piratas, la Corona otorgaba buques escolta o agrupaba las expediciones. Si hoy día, el Estado no está en condiciones financieras o estratégicas de asumir la seguridad de sus buques en todo el globo terráqueo, su diligencia se agota informando de las rutas no seguras.
Por eso, no debemos olvidar que si se acude a tales caladeros, y por tales rutas, es porque resulta rentable afrontar el riesgo ya que un país desestructurado como Somalia no sólo carece de fuerza para reprimir la piratería de sus costas sino que tampoco puede controlar o exigir cánones por faenar a los buques que rondan su mar territorial. O sea, que cada uno saque sus conclusiones. Para aclararlo, Sevach recuerda de su visita a Río de Janeiro que fue advertido por guías locales y policía de que no debía visitar a pie la zona de favelas porque no podían garantizar su seguridad. Así que volviendo al caso de las aguas somalíes, bien está que el Estado, el armador o una ONG pague el rescate para salvar la vida de sus ciudadanos, pero mejor será aprender la lección y que el Estado se asegure de que los buques de pabellón español no se adentren en esas aguas del Indico o de Indonesia (sin suficiente seguridad), o al menos, que quien lo haga peche con su responsabilidad, pues caso contrario cobrará sentido el óleo de Sorolla titulado significativamente: «Y luego dicen que el pescado es caro…».
3. En fin, para no ponerse solemnes quizá debería referirme al impacto mas doméstico y personal del incidente de la piratería de Somalia. Me refiero a que este suceso, perpetrado por canallas sin rostro y con saneada cuenta corriente, ha perturbado la blanda imagen cosechada en nuestra infancia del pirata rudo pero con código de honor (John Silver El Largo), de nombre evocador (Barbanegra, Morgan, etc), lo que explica esa íntima aspiración plasmada por Joaquín Sabina en su canción:
«Pero si me dan a elegir
entre todas las vidas, yo escojo
la del pirata cojo
con pata de palo
con parche en el ojo,
con cara de malo,
el viejo truhán, capitán
de un barco que tuviera
por bandera
un par de tibias y una calavera».
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