Carta abierta de un abogado veterano ante una sentencia judicial desfavorable.
No conseguirá hacerme perder la fe en la Justicia, señor Juez.
No importa que haya empleado diez de mis días y cien de mis noches en la estrategia procesal y argumentos para convencerle, con nulo éxito.
No debo caer en la bajeza de creer que no se leído mis extensos alegatos a juzgar por lo expeditivo e inmotivado de como los ha despachado.
Ni debo perder los papeles por desahogarme en tildarle de perezoso, malicioso o tahúr togado a todo el que quiera oírme.
No importa que la sentencia sea un burdo «corta y pega» de lo que llama jurisprudencia pese a ser un puzzle de retazos de sentencias de todo pelaje.
No debo quejarme como «letrado» de que la palabrería vacía, lenguaje anacrónico o lugares comunes de la sentencia escondan la falta de razones.
Tampoco importa que usted haya dado un portazo a los testigos que propuse, ni que mi perito haya efectuado aclaraciones mientras su señoría dormitaba con los ojos abiertos.
No me saca de mis casillas que el uso judicial de la sana crítica haya despertado la crítica de todos los espíritus sanos que han leído la sentencia.
No me echaré al monte porque su señoría haya calificado mis escritos de palmariamente errados, con innecesario ensañamiento, porque tengo la convicción de que como los pura sangre iban «herrados y bien herrados». No me molestaré en recordar a su señoría que el sagrado deber del abogado es defender y persuadir, mientras que el deber el juez es ser «la boca muda de la Ley» y no la boca parlanchina y maledicente.
No dejaré que me fulmine un ataque al corazón por su sentencia sin ídem.
Ni siquiera me cabreará que me haya impuesto las costas bajo la coartada de una Ley procesal ciega y rígida.
Tampoco dejaré que me haga sentir humillado ante mi cliente por verme obligado a confesarle que lo que se vaticinaba pleito fácil se ha convertido en una derrota sin heridos.
No sufriré la sal en la herida de no poder apelar a una instancia superior ni demonizaré ese aliado de la impunidad que es la «cosa juzgada». Los abogados no hacemos las reglas procesales, pues son armas de doble filo, que a veces las sufrimos y otras las disfrutamos, según nos va.
No. Nada de enfados, ni maldiciones, ni vilipendiar a la Justicia. Pero tampoco me culparé ni hundiré mi autoestima.
Amordazaré la voz de mi maltrecha vanidad pese a ser herido por una sentencia «soberbia» por su origen pero no por su rigor. Sé que para el juez era «un caso» pero para el abogado es «mi caso»; para el juez, «un caso más» y para el abogado, «un caso menos». Para el juez, una muesca en el revólver; para el abogado vencido, una herida que tardará en cicatrizar.
La profesión de la abogacía impone asumir que ni abogados ni jueces somos perfectos. Tampoco el Derecho que manejamos es una ciencia exacta.
Sabemos que perder un tren duele mas si comenzamos a correr tras él. Y mucho mas doloroso es saber que el maquinista tiene algo de culpa.
Todo abogado toma en cuenta los errores del contrario y debería considerar los «errores del árbitro».
Todo abogado sabe que la abogacía es una profesión competitiva, donde se mezclan juego, lucha y debate de ideas, con incidencia de azar y fatalidad.
Y es que dentro de la profesión de abogado la incertidumbre sobre el juez que toca, sobre su estado de ánimo o sobre los fallos del sistema, es una variable a considerar.
Buen abogado es el que pronostica el fallo judicial, pero mejor abogado es el que pronostica los «fallos judiciales», esto es, el que es capaz de aventurar las posibles perversiones de la sentencia.
Ni abogados ni jueces son autómatas o profesionales infalibles. No. En el sistema judicial hay espacio para el error o la torpeza por el componente humano.
Por eso, ante una sentencia errada (que no incurra en las vomitivas frivolidad o prevaricación), no me voy a enfadar ni voy a perder la fe en la Justicia.
Al fin y al cabo, resulta mas meritorio el éxito cuando hay variables fuera de control y ya enseñaba Zaratustra aquello de «lo que no nos mata, nos hace mas fuertes».
Al menos me queda la convicción de que la inmensa mayoría de los jueces o de las sentencias que ponen «son razonables», y las que no lo son, como la pedrea de la lotería, suelen salir repartidas.
Pero como vivo de la Justicia, hasta creo que la injusticia es equitativa, por lo que me comprometo en mi fuero interno a no quejarme del sistema en los casos en que consiga engañar al juez con un argumento o cuando se engañe a sí mismo al darme la razón que no tengo.
No perderé la fe en la Justicia, no señor.
The show must go on
NOTA.- Evidentemente es una carta ficticia pero que pretende recoger algunas de las sensaciones y confesiones de algunos letrados. Si en su día abordé con Juan Manuel del Valle la trastienda de la abogacía («Abogados al borde de un ataque de ética»), o con María Dolores Galindo la exposición de la jurisprudencia útil y vigente para dar seguridad jurídica procesal («Diccionario Jurisprudencial del proceso contencioso-administrativo»), creo que iniciaré en el blog un género epistolar con post judiciales, algo así como «Cartas desde el foro»; que ya iré añadiéndolas, y por supuesto que las sugerencias son bienvenidas.
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