De extranjería

De tumultos, demoliciones, magrebíes e hipocresías públicas (I)

Expulsión de Inmigrantes. De tumultos, demoliciones, magrebíes e hipocresías públicas.

El recientísimo incidente acaecido en un poblado del extrarradio de Madrid (Cañada Real Galiana), donde con ocasión de la demolición de unas construcciones ilegales, se produjeron violentos altercados entre la policía y grupos de apoyo a la familia magrebí afectada, impone una reflexión desde el Derecho.

1. Veamos. La primera impresión conduce a reprochar enérgicamente que un grupo de personas actúen con violencia frente a las fuerzas del orden público, cuando éstas actúan con amparo en normas jurídicas y cumpliendo Resoluciones administrativas dictadas por Administraciones públicas en uso de sus competencias urbanísticas, y posiblemente con la autorización judicial para la entrada en domicilio.

2. Sin embargo, la realidad es mas compleja que la pura aplicación de abstracciones tales como normas, Administraciones y actos jurídicos.
Lo primero que asalta a Sevach, es la incoherencia de un Estado al que la Constitución califica de Estado Social y Estado de Derecho, que tolera y admite la presencia de seres humanos dentro de sus fronteras y les niega la efectividad de su derecho a subsistir dignamente.
El Estado soberano puede prohibir el acceso de extranjeros o regular su admisión, pero si toma la opción de permitir o tolerar su admisión(medida que no debemos calificar por pertenecer a la política de extranjería), no puede ignorar el derecho fundamental a la dignidad de la persona humana (que deriva del art.10 de la Constitución y del art.1 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, Niza). Por utilizar una imagen elocuente, un Ayuntamiento puede decidir si en la piscina pública ha de prohibirse o admitirse el acceso a personas que no saben nadar; pero si se admite su entrada, lo que no puede hacer el Ayuntamiento (ni los salvavidas de su plantilla) es dejar ahogarse a los bañistas que no saben nadar.

3. Por eso, resulta inquietante el caso cada vez más frecuente de «destierros» (no «expulsiones» ya que éste término hemos de restringirlo a las actuaciones que sitúan forzosamente al extranjero fuera de las fronteras del territorio nacional), en relación con grupos de ciudadanos de nacionalidad extranjera que son policialmente desplazados de campamentos, chabolas y poblados, diseminados por la península ibérica. En unos casos se trata de ciudadanos de la Unión Europea (mayoritariamente rumanos) y en otros casos de extranjeros no comunitarios que acceden por patera-acuática (Algeciras), patera-rodada (Irun)- o patera-aérea (Barajas, so pretexto de visado de turista).
Lo indignante es que el problema en estos casos se solucione «desplazándolo geográficamente» pero no atajándolo con las medidas que un Estado social debe propiciar para que sus legítimos «residentes» dispongan de unas mínimas garantías vitales (no olvidemos que si el Estado tolera su presencia estable han de considerarse «legítimos residentes»). Y es que, de igual modo, que la asistencia en los servicios de urgencias de la salud pública garantiza la atención a cualquier habitante de nuestro Estado, igual atención deben merecer otras necesidades básicas, bajo idéntico criterio de perentoriedad.
Sevach llama la atención de que se trata de seres humanos que no tienen en juego eso que llamamos «calidad de vida» sino la «vida misma» en su dimensión más básica, y con arreglo a la trilogía clásíca comprende habitación,lecho y alimento.

4. En un pasado no lejano, la Administración Pública acometió planes para erradicación del chabolismo y para el realojamiento de personas en infraviviendas (principalmente de poblados gitanos y marginales). Sin embargo, hoy día, dicha línea se mantiene testimonialmente (a la vista de la dotación presupuestaria), pues parece que la Administración orienta primordialmente su acción hacia otros puntos de interés mas rentables electoralmente.
Este contexto explica que podamos leer impasibles en el periódico del mismo día, noticias con tintes de «esquizofrenia». Por un lado, la demolición de viviendas precarias de inmigrantes y la provocación de la «estampida» de sus moradores a golpe de Decreto. Y por otro lado, la operación de permuta de viviendas usadas por nuevas viviendas respecto de núcleos de población en las inmediaciones de un aeropuerto, por el solo hecho de que el ruido de los aviones se hace insoportable (y gracias a la estimable ayuda de una recalificación urbanística a la carta para financiar la operación a gusto tanto de la empresa aeroportuaria como de los moradores).
Si bien es cierto que la tranquilidad frente al ruido es prolongación del derecho fundamental a la intimidad (y el Tribunal de Derechos Humanos así lo reconoce), no es menos cierto que toda persona en la vida ha de soportar la lotería de sus propias elecciones. Buena suerte si alguien tenía una parcelita heredada del abuelo agricultor y al que el urbanismo convierte en millonario, al igual que el vecino al que le instalan unos hipermercados próximos en lo que antes era un poblado sin comunicaciones, similar fortuna alberga a quien le construyen un parque público con zona recreativa a la puerta de casa ; y mala suerte para quien le toca en el piso de abajo una discoteca, tanatorio, o centro de rehabilitación de drogadictos, o si le sitúan el matadero municipal en las cercanías.
Lo deseable sería que todo el mundo fuera feliz en su totalidad, pero eso solo ocurre en algunas novelas (ni siquiera en «Un mundo feliz» de Huxley) y en el final de algunos telefilmes, aunque la considerada una de las mejores películas de la historia, «Lo que el viento se llevó» termina con unas palabras que bien podrían ser suscritas por la infortunada inmigrante que ve como su precario hogar cae bajo la piqueta municipal: «A Dios pongo por testigo… A Dios pongo por testigo de que no lograran aplastarme, viviré por encima de todo esto, y cuando haya terminado nunca volveré a saber lo que es hambre. NO, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que estafar, que ser ladrona o asesina. ¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre».
La felicidad a tiempo completo es una quimera, y cuando se trata de una población de casi 50 millones de personas, el Estado-protector no puede asegurar la felicidad de todo el mundo, ya que la «Administración pública» ha de «administrar lo público», y dado que el «dinero público» sale de los bolsillos del propio «público» pues es lógico que la ciudadanía tendrá que disfrutar de los bienes y servicios que estén dentro de las posibilidades colectivas (lo contrario es un espejismo, hipotecar generaciones futuras o manipular al electorado).

5. De ahí que resulta sangrante que buena parte de la sociedad española actual (individuos y grupos, organizados o no) espolee a la Administración para reclamar subvenciones, recobrando actualidad la afirmación de D. Miguel de Unamuno que reproducimos en su interesante literalidad: «Esta España de la sopa boba de los conventos y de las órdenes mendicantes, sigue convertida en un vasto hospicio. Nuestra concepción de la vida es una concepción hospiciana, peor aún, una concepción de mendigos. Cuando alguien pide un empleo, rara vez aduce su capacidad o méritos para ejercerlo; aduce su necesidad. Los empleos públicos son para los hombres y no éstos para aquéllos. Esto harto de oír cuando, en virtud de mi cargo, he provisto escuelas de instrucción primaria, decir a un maestro o maestra al hacerle notar que el agraciado o agraciada reunía más méritos o demostró más capacidad que él: ¡sí, pero a mí me hace más falta!» (Diario La Nación, 4/10/1906).

6. Frente a ello, Estado español se debate como un elefante herido, hundido en la trampa en la espesura de la Sociedad del Bienestar, maniatado por infinidad de prejubilaciones acordadas bajo presión sindical, asaeteado por asociaciones y organizaciones de intereses confesables e inconfesables (de todo hay), diana de francotiradores mediáticos, pateado por sectores quejosos de los malos tiempos y víctima cómoda de corporaciones, religiones y postulantes de todo pelaje.
Para sobrevivir frente al aluvión de demandas, la Administración se esfuerza como calculada respuesta en ofrecer la visión más avanzada del mundo, donde cabe todo tipo de subvenciones y ayudas para cualquier fenómeno imaginable siempre y cuando detrás exista un puñado de votos, lo que resulta aplicable a ámbito estatal, autonómico y local.
Pero sorprendentemente, la burbuja festiva de un Estado que reparte el maná presupuestario sin que se note en el bolsillo de forma inmediata, estalla cuando asistimos a estampas como la expulsión de magrebíes de unas viviendas (se les quita lo que tenían y lo que podría tener) o la quema a lo bonzo de un rumano que vio que España era un callejón sin salida(el timo de la estampita).

7. En definitiva, Sevach considera que la prioridad moral y constitucional de un Estado como España que se precia de haber firmado todas las Declaraciones de Derechos habidas y por haber (y que ha firmado hace unos días el Tratado de Reforma de la Unión Europea que hace vinculante la Declaración de Derechos de Niza), es buscar soluciones directas y eficaces para esas bolsas de personas procedentes de otros países a los que nuestro Estado ha acogido. Hasta en las subvenciones y políticas debe haber prioridades. Lo contrario es hipocresía, mala hospitalidad y barbarie. Al final como dice el evangelista: «Al que todo lo tiene, todo le será dado, y al que nada tiene hasta lo poco que tiene le será quitado» (Mateo 25:29).

0 comments on “De tumultos, demoliciones, magrebíes e hipocresías públicas (I)

Gracias por comentar con el fin de mejorar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Descubre más desde delaJusticia.com

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo