Crónicas administrativistas

De facturas e interventores

Relata el que fuere ingenioso Premio Nobel de Física en 1965 Richard Fenyman en su no menos ingeniosa biografía (¿Está usted de broma, Mr. Feyman?, Alianza Editorial, 2005) que en cierta ocasión le invitaron a dar una conferencia y la única condición que puso fue no estampar su firma mas de doce veces en la documentación contable y burocrática que le presentaran, para evitar ahogarse en el tedio y fárrago burocrático. Tras dar una exitosa conferencia, cuando el científico firmó doce veces en otros tantos documentos, se negó en redondo a incumplir lo pactado y renunció al cheque si ello pasaba por la firma decimotercera.

El zafarrancho burocrático fue colosal, pero finalmente, el bueno de Fenyman se salió con la suya y algún burócrata o interventor fue tan flexible como el tiempo y el espacio en las teorías cuánticas explicadas por el científico y recibió el cheque sin estampar la decimotercera firma.

Al hilo de esta anécdota, sostiene Sevach que la intervención, control interno, auditoría o cualquier otro mecanismo de control similar en la Administración pública resulta esencial para la transparencia, economía y eficiencia administrativa. Sin embargo, algunos «interventores» (afortunadamente escasos en tan noble profesión) incurren en excesos como el perro de la fábula, que «ni comen, ni dejan comer al amo, y muerden su mano» .

Viene al caso porque recientemente un amigo de Sevach fue a impartir una ponencia por cuenta de una prestigiosa Universidad española, cuyo interventor aquejado de cierto ataque de burocratismo agudo, con ocasión de la justificación documental mediante factura de los gastos de taxi del ponente desde el aeropuerto a su domicilio, procedió a rechazar expeditivamente tal justificante ya que la cifra de 52 euros estaba tachada y figuraba al lado la de 54 euros, ambas de puño y letra del taxista.

Sevach tuvo ocasión de examinar la factura en cuestión y se le ocurren diversas consideraciones:

La exigencia de ausencia de enmiendas o tachaduras, cuando dificulta el cumplimiento de los requisitos exigidos por el Reglamento del IVA surte efecto de impedir la devolución del impuesto soportado. En cambio, cuando se trata de justificación documental a los efectos de «indemnizar» los gastos sufridos para atender a la Universidad no existe precepto alguno que imponga una virginal, impoluta y total configuración de la factura. Distintos son los efectos y distintos son los requisitos que los producen. No cabe aplicar una suerte de analogía «in peius» (para jorobar).

Más chocante resulta que la factura en cuestión reunía todos los requisitos de expedidor, concepto, numeración, recargo y cuantía, y todo ello congruente con los conceptos exigidos; parece claro que si se abona el taxi de ida al aeropuerto, tras impartir la conferencia, y estando a cincuenta kilómetros de la residencia y sin autobuses, procederá en buena lógica idéntico medio de retorno.

Una cosa es que una factura sea «falsa» en el sentido penal, ya sea de falsedad «ideológica» (esto es, que hace constar conceptos o circunstancias irreales), o de falsedad «material» (esto es, que esté confeccionada arteramente con medios informáticos o equivalentes) y otra muy diferente, es que pretenda realizarse por la Intervención una interpretación unilateral, suspicaz y absurda que le lleve a rechazar una factura auténtica y congruente por la sola circunstancia de que exista una nimia tachonadura, centrada en rectificar dos euros del montante (lo que se debió a que el taxista no se percató inicialmente del concepto de por salida desde el aeropuerto).

Aquí Sevach se pregunta elevando los ojos al cielo:

a) ¿Acaso el principio sustancialista y antiformalista propio del procedimiento administrativo (y no olvidemos que el procedimiento de reparos es «administrativo» ) no se aplica en el reino asilvestrado de la «Intervención»?.

b) ¿Acaso es admisible que tan «original» reparo venga expuesto por la Intervención mediante un posit amarillo y tres palabras caligrafiadas por anónima mano, que son comunicadas a través del seguramente abochornado órgano gestor?.

c) ¿Acaso la motivación de las actuaciones administrativas o de los informes descansa en el ámbito de la intervención en el puro olfato del sabueso de turno, dejando huérfano tan extraño criterio de toda invocación normativa?.

d) ¿Acaso es lógico que un interventor se adentre a escudriñar si existe una mota en la factura y en cambio cierre los ojos ante cuestiones que cualquier aprendiz de Sherlock Holmes sugeriría, tales como si la factura refleja el precio real (ya que puede tratarse de una factura impoluta, pero antes de su expedición el cliente puede indicarle que haga constar otro precio), o si la factura refleja o no el servicio real (¿acaso ningún funcionario ha viajado en autobús o en compañía de otra persona y ha presentado justificación como si viajase en coche propio para percibir las dietas de kilometraje?). No. El decimonónico Manual Apócrifo del Interventor Jurásico (subtitulado «Oráculo para Inquisidores» ), considera que el interventor debe elevar la anécdota a categoría, la mota de polvo en lodazal, y pasar su bisturí o la guadaña de su trabajo cercenando la facturas inocentes, mientras aplaude o mira para otro lado cuando le someten facturas de elevadísima cuantía (formalmente impecables pero materialmente envenenadas) cocinadas por veteranos técnicos o prebostes de la Administración, o que corresponden a cuchipandas o saraos de la Autoridad fiscalizada (máxime si ésta tiene la llave retributiva del leal interventor, cuyas nóminas -autoridad o interventor- aunque presenten una errata o tachón jamás serán devueltas con reparo mediante posit alguno).

Sevach entiende que la parte que pretenda justificar un gasto ante la Administración ha de correr con la carga y diligencia de exigir la correspondiente factura. Pero igual diligencia y buen hacer ha de asumir el Interventor y decretar el firme rechazo de las facturas que resulten:

a) Ilegibles;

b) Manifiestamete «supervaloradas»;

c) Incongruentes en cuanto a la servicio expresado,

d) Faltas de los requisitos de identificación del expedidor,

e) Y en general, las que presenten enmiendas, tachaduras, interlineados o emborronamientos clamorosos y que afecten a cuestiones «esenciales».

Aquí radica el meollo del problema. En lo esencial. Si un Interventor no distingue lo esencial y lo accesorio, mal irá el control de lo público y peor el control de su vida privada. Una Catedral no deja de serlo por un ladrillo mal colocado, ni una mujer que se pinta los labios es una casquivana, ni debe confundirse «errata» con «error», ni «error» con «crimen».

Es de esperar que en la Administración postmoderna del siglo XXI sus interventores no sean un meros robots de primera generación, que ciegamente rechacen toda factura por mínima que sea el tachón, sino que deben utilizar el sentido común para valorar si esa rectificación o tachadura es un mero accidente y si posee o no incidencia esencial.

Todo el procedimiento administrativo y la teoría de la invalidez de los actos administrativos se nutre del principio de conservación de los actos y de rechazar la invalidez cuando se trata de meros defectos formales, con lo que igualmente el particular ha de beneficiarse de algo tan lógico como que lo irrelevante no comporte la ineficacia de lo relevante. O lo que es lo mismo, que una factura como el caso citado, que cuenta con todos los sacramentos y que no precisa ninguna exégesis ni esfuerzo intelectivo para su comprensión (y que no se refiere a ningún actor de la Operación Malaya), ha de ser valorada desde el sentido común y sin perder de vista la institución que se sirve.

Por ello, no le extraña a Sevach la leyenda de periodismo urbano -reflejada en sus crónicas periodísticas- de que el universal escritor Arturo Pérez-Reverte abandonó su labor como periodista por cuenta del entonces ente público RTVE por el celo de un Interventor que rechazaba las facturas de su corresponsalía en Kosovo por carecer de los requisitos reglamentarios, cuando buena suerte tenía el excelente periodista si conseguía la gasolina de forma clandestina y salía vivo del cambalache. Basta leer «Territorio Comanche» (Alfaguara, 2001) para intuir que algo hay de cierto: «Aterrados por la espada de Damocles de las auditorías, y por la mala conciencia, supervisados por funcionarios que no tenían la menor idea de televisión ni de periodismo, firman las liquidaciones a regañadientes, y preferían justificantes falsos a que les contaras simplemente la verdad: que en la guerras sólo es posible moverse repartiendo dinero por todas partes y no hay tiempo, ni medios, ni ganas de ir por ahí pidiendo facturas».

1 comments on “De facturas e interventores

  1. Pingback: Cuando el sueño de los interventores produce monstruos delaJusticia.com El rincón jurídico de José R. Chaves

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